El día que murió mi padre debió ser el principio. Ninguno de los ocho hermanos nos dimos cuenta entonces…
Una lamparita con tulipa de cristal, similar a las antiguas lámparas de aceite, apareció encendida sobre la cómoda del dormitorio de mi madre. Su discreto tamaño y lo tenue de su luz le permitieron pasar inadvertida los primeros días. No obstante, con el paso del tiempo, todos fuimos tomando consciencia de su existencia.
Unos, viéndola encendida a pleno día, intentamos apagarla, encontrándonos con la brusca oposición de nuestra madre; otros recibieron una tajante negativa cuando preguntaron si la podían apagar.
Permaneció encendida día tras día, todos los años que nuestra madre vivió como viuda. Ninguno la vimos nunca apagada. De noche, de día, aunque mi madre se ausentara semanas enteras; allí permanecía la lámpara con su mortecina luz anaranjada, como un ojo vigilante, hora tras hora.
Llegó el momento en que los hermanos comentábamos, con cierta sorna, la excentricidad de nuestra madre con su lamparita. Y también, al fin, llegamos a ignorarla, tras haberla aceptado como parte inseparable de la ambientación de la casa.
Entonces murió mi madre. Habían transcurrido quince años desde que ella la situara sobre el mueble, esparciendo su cansada luz.
Hoy he ido a recoger a mi hermana mayor, que ahora ocupa la vivienda familiar donde antes residieron nuestros padres. Es el décimo aniversario del fallecimiento de nuestra madre y todos los hermanos nos reuniremos.
Sobre la cómoda, en el dormitorio del matrimonio, la lamparita que un día puso mi madre, continúa encendida. Su cálida luz mantiene viva nuestra memoria.