Mientras buscamos modos
para enjuagar nuestras bocas
del amargo sabor que no dejan los días,
el cinismo nos duele
al abrir la ventana,
como un golpe de aire
en el rostro perplejo.
Amagamos, a tientas,
por el cuarto oscuro,
pretendiendo ser dignos,
notables, seguros.
¡Qué risa!
Nuestra imagen retorna
aunque no nos miremos.
Nos cambiamos los nombres
para no ser nosotros.
Y vestidos de hombres
separamos el aire
y ocupamos espacio
–por no ser vacío–.
Olvidadas, las cosas sencillas
se nos mueren.
Lo que fue cotidiano:
el tacto, el beso,
tocarnos, aspirar el aroma querido,
dormir a tu lado…
la mano de un hijo…